martes, 14 de mayo de 2013

El burdel democrático


EL BURDEL DEMOCRÁTICO


He aquí la nueva carta de presentación de nuestro amado presidente:
Político de buena presencia y con prestigio internacional ofrece negociar lo que se tercie. Tarifas también negociables. Discreción garantizada. 
Antes de que nadie me haga preguntas sobre la buena presencia y el prestigio internacional recordaré que siempre se miente un poco (o un mucho) en este tipo de anuncios...
Ahora en serio, el humor es la única vía que se me ocurre para digerir el cinismo que últimamente acompaña al secretismo y la opacidad de nuestro gobierno. No puedo tragar tanta arrogancia sin endulzarla con un poco de humor y, ante tanto cinismo, mi cuerpo segrega sarcasmo para evitar que segruegue bilis hasta ahogarme.

La respuesta del presidente a Rosa Díez acerca de sus negociaciones ha sido el último agravio de una larga serie de afrentas. Ya que nuestro presidente le tema más a los periodistas que un chico tímido a un grupo de macizas, es de agradecer que la líder de UpyD consiga desesperarle y nos enteremos de lo que realmente piensa. El presidente no quiere contarnos qué está negociando con quienes no respetan las leyes (para eso son vips y no ciudadanos corrientes) como tampoco quiere hablar de hipotecas,  de economía, de la corona, de Bárcenas, de la corrupción o de cualquier otra cosa de interés general que se nos ocurra.
Tal es el respeto de Rajoy y sus compañeros de partido hacia la cosa pública. ¿Discreción versus exhibicionismo? Nadie pide a nuestros líderes que sean estrellas de la telebasura y canten, imiten a famosos o salten desde un trampolín. Mucho menos queremos conocer su vida privada. El problema no es que nos aburramos, así que no seré yo quien hable a favor del estilo mediático de Berlusconi o de Chávez. Entre lo opaco y lo circense hay un término medio, porque si queremos que comparezcan ante los periodistas y respondan sus preguntas como en un país normal no es para hacer gracietas que colgar después en Youtube sino para dar explicaciones de asuntos tan graves como los susodichos.

Pero según nuestro presidente resulta que la distinción semántica entre hombres públicos y mujeres públicas no sólo es machista sino innecesaria porque la política y la prostitución vienen a ser poco menos que lo mismo. La principal virtud de un buen presidente es la misma que necesitaría para ser una buena puta (perdón, quería decir señorita de compañía): la discreción.
Siendo así, reconozcamos que nuestro gobierno es una excelente casa de putas (perdón, quería decir agencia de escorts) donde banqueros, empresarios y políticos chantajistas pueden acudir para recibir un servicio de calidad a buen precio y confiar en que el servicio y la incómoda cuestión del pago quedarán al margen del conocimiento público. Por supuesto, en este burdel democrático se reserva el derecho de admisión. Más vale tener influencias y recursos pecuniarios porque el resto no tenemos siquiera derecho a echar un vistazo y aquellos que se atrevan a protestar desde la calle sólo merecen el máximo desprecio. Y es que molestar a los clientes del burdel no es sólo propio de nazis pancarteros sino también de chusma ruidosa y sin clase que no acepta que carece de dinero e influencias para entrar en el burdel. Más le valdría a esta turba quedarse en casa durante los cuatro años que siguen a las elecciones.
Porque así funciona y se autorregula el “libre mercado” de los “liberales”, es decir el libre mercado de las corruptelas, de los sobres, de las prebendas y de los intercambios de favores. Un burdel que se regula a sí mismo y con la máxima discreción.
¡Y los demás a callar como putas!

lunes, 15 de abril de 2013

La república milagrosa



LA REPÚBLICA MILAGROSA

Corren malos tiempos para la monarquía. O quizás no tanto como se dice, porque, francamente, no se me ocurre para qué otra cosa sirve hoy una monarquía sino para alimentar esa política ligera que levanta cotilleos y discusiones con una pasión directamente proporcional a su intrascendencia.
La monarquía me aburre y me resulta vacía de contenido. No nos une a los españoles ni nos garantiza otra cosa que el bienestar de la familiar real. No movería un dedo por mi rey (ya me resulta raro el llamarlo mío) y tampoco lo movería por quitarle porque no espero nada tampoco de ninguna república. No, no es mi propósito ejercer de abogado del diablo sino advertir de las expectativas demasiado ambiciosas, demasiado poco realistas, del republicanismo español.

No hay dos sin tres, rezaba un lema que quería meterle un gol a la lógica matemática, y después de la “segunda restauración borbónica” toca que llegue la tercera república. Pero el régimen que nació en 1931 fue, antes que la segunda república, la primera democracia española. Lo que hizo de la Segunda República una experiencia innovadora fueron las elecciones realmente democráticas, algo que podría haber sucedido durante la monarquía si Alfonso XIII no hubiera preferido los apaños parlamentarios y el caciquismo a la incertidumbre del voto universal y libre. Por contra, una tercera república llegaría dentro ya de un régimen electocrático.
Entonces, ¿qué podemos esperar de una República? ¿Una verdadera democracia? ¿Y eso qué significa? Se me puede argumentar que un régimen no puede ser realmente democrático si la jefatura de Estado es hereditaria pero ocurre que tal cargo es honorífico y los poderes de un verdadero jefe de Estado están en manos del presidente. La política del “jefe de Estado” se limita al protocolo y su voz es el discurso que otros le escriben, tan impersonal y anodino que en un futuro podría encargarse de ello una aplicación informática. En cambio el presidente del Banco Central (por poner uno de los muchos ejemplos que se me ocurren) tampoco ha sido elegido por los ciudadanos y su poder es mucho más real. Cuando el rey habla, al día siguiente se hacen los cotilleos políticos que corresponden porque hay que rellenar periódicos. Cuando el presidente del BCE habla, los mercados tiemblan y se analiza con la mayor seriedad cuanto hace y dice.
Repito, ¿qué podemos esperar de una República? No desde luego una regeneración completa, la ruptura soñada que marque un antes y un después. Una República no es más que la sustitución de un rey por un presidente. Una reforma modernizadora (los títulos nobiliarios están anticuados) pero sólo una más de las muchas que serían recomendables; y no de las más urgentes.
Se nos promete que la caída de la monarquía iría acompañada de una verdadera revolución pero si en algo coinciden republicanos y monárquicos es en olvidar que la corona sólo sostiene a la propia corona, que el día que la monarquía acabé la familia real perderá sus títulos y honores (que no su mucho más importante patrimonio) y punto. Nuestros caciques y banqueros saben muy bien cuidar de sí mismos y si llega el caso harán suya la república y su bandera. ¿O alguien espera que se inmolen por amor a la rojigualda y los Borbones?
Nuestros parientes del sur de Europa ya lo saben. Italianos, portugueses y griegos se han olvidado de lo bueno que es vivir bajo un régimen republicano. La Italia que legó Berlusconi es tanto o más corrupta, católica y facha que España y los descendientes de sus antiguos reyes viven como adinerados playboys para delicia de la prensa rosa de allí.

Aceptémoslo: el apasionamiento republicano (y también el antirrepublicano) sólo pueden ser explicados por causas históricas. El fantasma de la Segunda República camina entre nosotros, agitando su bandera tricolor hasta conseguir la merecida “revancha”. Cabe preguntar si no se puede defender la República como lo que es, una forma de Estado, sin necesidad de apelar a un episodio histórico tan triste. Los alemanes construyeron una nueva República aprendiendo de los errores de la República de Weimar y lo mismo deberíamos hacer los españoles en vez de tomar como modelo un episodio fallido.
No hay tampoco necesidad de crear símbolos nacionales nuevos. ¿Qué importa que la bandera rojigualda fuera elegida por un rey, inspirado en la bandera de la Corona de Aragón? Portugal luce el escudo real en su bandera y los sellos reales en sus monedas y no por ello es menos república. Hoy la bandera o el himno son símbolos que no pertenecen a los Borbones sino a todos los españoles, que deberíamos aspirar a algo más que cambiar el color de la barra inferior de nuestra bandera.