jueves, 23 de septiembre de 2010

El maltrato del lenguaje

Después de una larga sequía, retomo con ilusión este blog y con la intención de abordar los más diversos temas, como el lenguaje y el feminismo.


EL MALTRATO DEL LENGUAJE

La historia del lenguaje no es, como pretenden las feministas, la historia de una guerra de sexos. Sí es la historia de una guerra o disputa entre personas e instituciones, entre individuos anónimos y personajes renombrados, entre la espontaneidad y la planificación. También, y sobre todo, de una guerra entre la búsqueda del conocimiento y la búsqueda de intereses más mundanos. Los intelectuales intentan ordenar esa creación espontánea que nos han dejado incontables generaciones porque el lenguaje es la base del pensamiento. No son ajenos a los conflictos de intereses y ellos mismos tienen sus propios objetivos personales, pero saben que el lenguaje es la base del pensamiento y sus limitaciones son limitaciones para aquél.

Pero su dominio acaba en el mundo académico e incluso éste no se encuentra fuera de la guerra de intereses. Más allá está la «calle», el mundo exterior donde el interés por persuadir al prójimo a través del lenguaje prima sobre cualquier búsqueda del conocimiento. No existe otro medio más sutil para manipular el pensamiento de las masas, para eludir su desconfianza hacia quienes intentan inculcarles ideas de forma explícita. Esta suspicacia desaparece cuando se trata del uso del lenguaje. Véase el debate sobre la utilidad de la discriminación positiva, un debate que lleva décadas abierto y que genera en la calle enconadas opiniones en contra y a favor. Y, sin embargo, no prestamos la debida atención a los propios términos en que se plantea la cuestión.

Sí, nos han dicho que «discriminación» es un término a priori inmoral y condenable, impropio de una sociedad moderna y tolerante, que sólo cuando se acompaña del adjetivo «positivo» puede ser legítimo. A pesar de que «positivo» tiene un significado original que poco tiene que ver con la moral. Se distingue entre conocimiento «positivo» y «normativo» y también de cantidades «positivas» y «negativas» en las matemáticas. Igualmente se habla de incentivos «positivos» y «negativos» para referirnos a premios y castigos.

Nietzsche, un filólogo, ya nos enseñó en su Genealogía de la moral los tortuosos caminos a los que puede llevar la manipulación de los términos. El sentido original de la distinción entre discriminación positiva y discriminación negativa no era otro que diferenciar si la discriminación se basa en premios o castigos, sin ningún juicio moral a priori. De hecho, la discriminación positiva no tiene absolutamente nada de nuevo. Los numerosos privilegios de la aristocracia en el Antiguo Régimen son un magnífico ejemplo de discriminación positiva que, sin embargo, los defensores actuales del concepto nunca utilizan y es fácil entender el motivo. De forma igualmente deliberada tampoco recuerdan que es una distinción relativa porque toda discriminación positiva implica una discriminación negativa y viceversa. Para que unos disfruten de cuotas y subsidios otros deben sufrir recortes e impuestos. La discriminación positiva de unos es la discriminación positiva de otros porque todo cambio en el debe debe tener su correspondencia en el haber.

Entre los apologistas de la discriminación positiva no los hay más hábiles que las feministas, las musas que me inspiraron para escribir. Siguiendo mi propia recomendación de utilizar el lenguaje para ordenar ideas y no confusión, juzgo ocioso distinguir entre feministas y feministas radicales o «hembristas», como prefieren algunos. Hace mucho que los principios defendidos por las feministas originales han sido aceptados por una mayoría lo suficientemente amplia de la sociedad. Al menos en Occidente no es necesario defender hoy el derecho al voto, a la participación política o a la educación para las mujeres. Ser un feminista moderado hoy significa tanto como decir que no se pertenece a una exigua minoría retrógrada que se oponga aún a tales objetivos. El ministerio llamado de «Igualdad» no puede llenar su agenda con objetivos ya cumplidos.

En realidad ni siquiera se trata de un verdadero ministerio de «Igualdad» cuando desprecia los otros muchos tipos de desigualdades que existen en nuestra sociedad además de entre hombres y mujeres. Se «sobreentiende», pues, que dicho ministerio tiene poco que ver con los problemas de nuestros mayores e inválidos o de las diferencias entre regiones. «Igualdad de sexos» sería un nombre más adecuado pero tampoco serviría, ya que sólo se ocupa de aquellas desigualdades que ocurren en perjuicio de las mujeres, nunca cuando son los hombres los perjudicados. Así, por ejemplo, defender los derechos de los separados sobre sus hijos no corresponde a este ministerio. Todo lo contrario, las feministas tienen el mayor interés en que España se mantenga al margen de la tendencia en Europa a equiparar los derechos de custodia entre padres y madres.

Ministerio de «Feminismo» sería entonces la denominación más fiable para una institución que ha sido entregada a ese lobby para defender sus intereses, una cesión injusta y que debiera resultarnos tan escandalosa como un ministerio de «beneficios empresariales». Los lobbies quizás sean un elemento inevitable de la política pero ningún gobierno debería ceder a la presión hasta el extremo de hacerles partícipes directo del gobierno de un país, si bien es cierto que el poder de este lobby va mucho más allá de la alianza con un partido concreto. De otra forma es inexplicable la aprobación casi unánime de la infame Ley de Violencia de Género, ley que no tiene que ver con la violencia ni con el género ni con lo que se supone que es una ley en un Estado de Derecho. Otra maravilla del maltrato del lenguaje.

No es de género porque lo correcto es hablar de sexo, por mucho que las feministas quieran rescatar el tabú que el cristianismo impuso a nuestra civilización durante siglos y de los que tanto nos costó liberarnos. Demasiado nos ha costado que se pueda hablar de sexo con naturalidad para aceptar semejante retroceso.

Tampoco es de violencia porque esta ley sobre el «maltrato» va mucho más allá de lo que razonablemente podamos relacionar con ese concepto. Todos condenamos la violencia contra las mujeres pero esto es una cosa y otra muy diferente convertir en delitos comportamientos que son faltas en cualquier Estado de Derecho. Desde luego que no son plato de buen gusto los insultos, obscenidades, injurias o cualquier otro comportamiento íncivico y descortés. Deben ser rechazados con firmeza, pero no es el propósito de las leyes el sustituir la educación y la ética. Encarcelar a los hinchas que insultan y pitan a nuestro equipo, al conductor que injuria a nuestra madre porque no aceleramos lo suficiente o incluso a ese vecino grosero que nos hace sentir incómodos cada vez que nos topamos con él sólo agrava el problema y no lo resuelve, por más que tales comportamientos, repito, deban ser socialmente amonestados.

Deberíamos hablar, pues, de la «Ley contra la Desconsideración Masculina», una ley insólita porque pretende criminalizar más allá de lo que es propio en una democracia, rechaza la presunción de inocencia y establece que:

La presente Ley tiene por objeto actuar contra la violencia que, como manifestación de la discriminación, la situación de desigualdad y las relaciones de poder de los hombres sobre las mujeres, se ejerce sobre éstas por parte de quienes sean o hayan sido sus cónyuges o de quienes estén o hayan estado ligados a ellas por relaciones similares de afectividad, aun sin convivencia.

De nuevo sacaremos un gran provecho si prestamos atención a las palabras. Resulta que detrás de toda relación afectiva hay una relación implícita de poder del hombre sobre la mujer (nunca al contrario), dominio que sólo puede basarse en la fuerza del varón. No en la fuerza física, claro ésta, porque no es una ley contra la violencia sino contra la desconsideración y para el insulto y la ofensa prima la fortaleza de carácter sobre la mera fuerza física. Las mujeres son seres ingenuos y frágiles, incapaces de sobrellevar los comportamientos desconsiderados; también de mentir, por lo que el testimonio de la acusada sirve de prueba contra el presunto culpable. Así pues, las mismas que se niegan a utilizar de forma explícita el concepto de «sexo débil» le dan pleno sentido, algo que tampoco debe sorprendernos porque la manipulación del lenguaje no tiene como objetivo, y nunca se insistirá lo suficiente en esto, ordenar el lenguaje y racionalizarlo sino manipular a la gente. Poco importa que estas manipulaciones lleven a las conclusiones implícitas más absurdas y lamentables.

He aquí el verdadero daño de la manipulación feminista del lenguaje, que va mucho más allá de los risibles intentos por inventar «palabros» y arbitrios para deformar el idioma con arrobas, «lideresas» y redundantes tratamientos de «ciudadanos y ciudadanas».


Acabaré con un ejemplo, el de los cada vez más numerosos «observatorios de violencia de género». No repetiré por qué «violencia de género» es absurdo y debiéramos hablar de «desconsideración» pero aquí tenemos un concepto nuevo, el de «observatorios», para sustituir a los comités. «Comités de Vigilancia del Comportamiento Masculino» sería un nombre muchísimo más apropiado y descriptivo para que entendiéramos su verdadera naturaleza, aunque, gracias a Dios, en la práctica no funcionen para nada.

Propongo una idea más útil. Propongo crear «observatorios para el maltrato del lenguaje». ¿Por qué no? ¿Acaso no sería mucho más útil para la sociedad vigilar la manipulación artera de las palabras? Propongo no uno de esos llamados comités de sabios, que no son otra cosa que individuos elegidos por los políticos para proporcionar apoyo a sus tesis, sino un comité de verdaderos expertos independientes. Aunque su función debería ser siempre recomendar y nunca imponer su criterio, por muy imparcial y meritorio que fuera su trabajo. Quizás ya exista para esto la RAE, cuyo trabajo debiera ser más valorado por su independencia y prestigio de quienes la forman que el de ninguno de esos comités u observatorios políticos que sirven para manipular al público y maltratar al lenguaje que nos pertenece a todos.